martes, 22 de septiembre de 2015

NOSTALGIA DE FUTBOL DESINTERESADO



El maestro Piña indicaba que el entrenamiento había terminado y corríamos a la esquina del campo, levantábamos la tapa de hierro y quedaba descubierta la toma de agua de donde se regaba la cancha de futbol principal del club Atlas Chapalita. Abríamos la manivela solo un poco y surgía un chorro tenue de agua para riego de campo de futbol. Así entonces en ordenada hilera nos arrodillábamos frente al pequeño chorro y poníamos los labios uno a uno en el chorro absorbiendo el líquido para refrescar garganta, pulmones y la cara completa después de más de dos horas de arduo entrenamiento. Bebimos esa agua por años y nunca nada nos pasó.

Los días de fin de semana primordial mente los sábados eran días de gloria y juego, de competencia y prueba. Yo solía poner junto a mi cama una especie de muñeco invisible hecho a base de las prendas que usaría a la mañana siguiente en el partido. Construía con mis adidas "Germania" de franjas plateadas, mis medias, espinilleras de barras cambiables, mi short y mi playera número 19 una versión sin cuerpo del que mañana jugaría la media cancha. La mañana siguiente sería fantástica y divertidísima y casi siempre victoriosa.

Sin embargo mi locura futbolística estaba más lejos aun de lo que el Atlas Chapalita y su agua de riego podían otorgarme. Yo comía, bebía, vivía el futbol. Quizás pueda poseer el record de horas gastadas en las calles y canchitas de la colonia Las águilas junto a otros tantos niños, entre otros mi difunto mejor amigo Enohc. Él y yo estábamos particularmente locos por el futbol y lo jugábamos a todas horas, en todas partes, con todas las cosas. Matábamos la luz del sol con gambetas, cabezazos, piruetas y penales, retábamos a cualquiera, sudábamos gloria y alegría entre carros y banquetas. Rompimos decenas de cristales, volamos balones al por mayor, huíamos de las señoras gritonas y saltamos cientos de veces las bardas más peligrosas.

Aun cayendo el sol el juego seguía en casa, convertí a mis Gi Joe, mis star wars, y mis playmobil en réplicas imaginarias de jugadores de época. Así Rud Gullit vestía uniforme de asalto, y Manuel Negrete era un playmobil negro con amarillo. Mis carritos no rodaban las pistas, pateaban canicas y se enfrentaban a los playmobil en partidos encarnizados con dos porterías que no eran otra cosa que una caja de zapatos cortada por la mitad. El futbol me perseguía a todas partes y curiosamente me aburría un poco el verlo en televisión,la magia real estaba en la cancha y el patear el balón.

Mi mejor compañero fue siempre un balón de futbol, siempre me escogían primero, mi padre estuvo siempre atento a que yo lo jugara mejor y con regaños y disciplina lo logró de a poco. Incluso recuerdo que con mi imaginación buscaba sitios donde poder anidar el balón aun sin tener un balón en los pies. En misa por ejemplo abandonaba la perorata del sacerdote, abandonaba el mundo e imaginaba el balón anidándose en el ángulo que hacía el confesionario con la barda del coro y metiendo un gol mágico. 

No voy a negar que jugué al futbol en los videojuegos, a mi me tocó el GOAL de Nintendo, un juego que hasta la fecha atesoro en mi cuarto de casado. Sin embargo el tiempo de juego era mucho mayor en la vida real, entre autos y piedras y banquetas y portones. Me deslicé mil veces con mis piernas debajo de los autos para sacar esos balones atorados. El mundo de mi niñez fue el futbol magnífico con héroes aun terrenales. Mi primer ídolo fue Manolo Negrete, después alabé a Maradona y a Platini. La selección alemana del 90 me sedujo y Klinsman y Mathews se adueñaron de mi corazón. Gullit y Van Basten hicieron lo propio con esa magia. Siboldi se convirtió en el primer futbolista de carne y hueso que vi y respeté como ídolo.
Hoy a más de 25 años después, veo a los niños de hoy que se reprimen las ganas de patear un balón con felicidad y buscan sitios perfectos con herramientas útiles como zapatos y un buen balón, un buen espacio, una buena cancha, buenos uniformes, buenos rivales, el mismo ídolo en la mente. Hace treinta años solo necesitábamos una pelota, y tiempo libre para imaginarnos en el mejor estadio y deshacernos las piernas y las rodillas la tarde entera.